domingo, 21 de marzo de 2010

La Sexpiración


Jamás pensó que en un prostíbulo parisino degustaría unos labios tan suculentos como los de aquella ardiente mujer. En una esquina del suntuoso salón quería devorarla a escondidas de curiosas miradas. Necesitaba y quería más. Tras un rato de fogosos tocamientos y apasionados besos, ella se aparta y dice en un susurro:

- Subamos a mi habitación.

La ridícula música se alzaba por encima de las conversaciones, salivaciones y magreos. La ramera le cogió de la mano y cruzaron toda la sala en dirección a las escaleras. Él se sentía demasiado excitado para pensar y ella quería acabar pronto el trabajo.

Una vez en la habitación, ella tomó el mando: con un hábil movimiento le despojó de sus pantalones y se subió la falda. Él sintió una intensa oleada de placer y ella quedó satisfecha con la rapidez de su cliente. Mientras se vestían, él le preguntó:

- ¿Te ha gustado?- La mujer sonrió. -Por supuesto que sí, maestro-.

Deseó que esa fuera la noche de otra gran melodía. Desfogarse era su secreto para la creatividad, dejar fluir su ardiente mundo interior. Acudir al burdel era lo mejor que podía hacer cuando no tenía una mujer a mano, y su carrera se veía amenazada por una sequía creativa.

- Me gustaría repetir- dijo-. Ahora vuelvo-.

Salió del habitáculo con la intención de comprar una buena botella de whisky, entonarse un poco y eyacular otra vez. Al final del pasillo, al lado de las escaleras, vio una puerta entreabierta. Sin poder, ni querer evitarlo, espió a través de ella.

Sólo bastó una visión para sentir una sobreexcitación sexual jamás sentida. Una voluptuosa morena se maquillaba frente a su tocador. Se sintió atrapado por el verde de sus ojos, su larga melena negra, sus perfectos senos y sus hermosos dientes blancos, custodiados por unos insinuantes labios rojos. Era una musa. Ella no reparó en su presencia y siguió arreglándose, lo más probable, para enloquecer a sus clientes. Él sintió que la amaba, deseó hacerla suya por encima de todo. Hasta sintió celos de todo aquel que tocara su rostro y lamiera su piel.

Alrededor de ella, todo era mágico, sobrecogedor. Él no entendía bien por qué, hasta que descubrió lo que realmente la hacía una diosa ante sus ojos: la embriagadora melodía que se escapaba entre sus esculpidos dientes. Sí, era eso. Unos dulces acordes, perfectos en su imperfección, aterradoramente embaucadores.

Se los imaginó danzando entre los instrumentos de la más afamada orquesta, y deseó mover su barita al compás de sus ondulaciones. Era el sonido que siempre había esperado, la culminación del lirismo. Procuró escucharla como nunca antes nadie lo habría hecho. Y quizás nadie hiciera. Se recreó en cada onda, en cada vibración. La repitió en su alborotado cerebro, convirtiéndola en ninfas.

En tan sólo unos minutos, había creado una sinfonía robada de la infantil canción de la morena prostituta. Mientra ella terminaba de retocarse el cabello, él cerró los ojos. Se imaginó juntos en una cama, en medio de la nada, solamente acompañados por el sonido de la composición. Desnudos y embriagados por la emoción, se devoraban en besos y caricias, hasta culminar en un coito salvaje, donde los gritos de ella hacían el coro de la omnipresente orquesta.

-¡¿Qué haces ahí?!- Un grito se coló entre la exultante música- ¿Estás espiando a Edith?- Se giró a ver quién era. Con gesto indiferente, volvió a mirar a su musa. Ella le miraba a través del cristal con gesto de sorpresa.

- Me marcho- le dijo a su amante.- Ten lo que te debo.

Cuando salió del burdel, se dio la vuelta, despidiéndose con la mirada de una última vez. Ahora que había encontrado su gran éxito, ya no necesitaba volver a ese pozo de desesperanza. Ya tenía lo que necesitaba: la inspiración.












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